Amigos enganchados:

dimecres, 4 de gener del 2012

Solo Él.


Los focos se encendieron, inundando con su luz a los congregados. Luego giraron sobre sus ejes, dibujando estelas proyectadas sobre el humo. Mientras, la música iba sonando, cada vez con más intensidad. Y justo cuando la música llegó a su fin, los círculos de luz quedaron plasmados sobre la figura de Él, todos en una misma circunferencia luminosa.

Él, estaba allí, sentado en una simple silla, frente a una simple mesa. A su alcance, bien colocado, había una pluma y un papel en blanco. La intensidad de la luz no le dejaba ver más allá del límite de la mesa. Sobre su cabeza había una cámara que filmaba la superficie blanca del papel. La imagen era despedida por decenas de pantallas gigantes repartidas por todo el ancho del estadio. Él cogió la pluma, la destapó y apoyó su punta afilada en la parte superior de ese papel.

Hubieron aplausos.

Durante esos aplausos, Él reía en su interior. Era cínica, irónica, la situación a la que se había llegado. Después de haber  sobrevivido al “Efecto 2.000”, y comprobando que el mundo no se había acabado ese primero de enero, la gente se había volcado ciegamente a favor a la tecnología. Adquiriendo productos cada día más avanzados. Internet llegó a casi la totalidad de la población mundial. Los teléfonos móviles de última generación borraron de la memoria la función real de los mismos. Las televisiones se adelantaron en el tiempo, pudiendo interactuar con ellas. Y todo el mundo, poseídos por este avance técnico, fueron apartándose lentamente de la vida real, vendiendo sus almas a un futuro cargado de unos y ceros. Se trabajaba desde casa. Se compraba desde la habitación. Se programaba el robot de limpieza desde el teléfono. Y así… hasta llegar a la situación que tanta gracia le hacía.

Él, que nunca creyó en el mundo digital, llegó al punto de considerarse el hombre más libre del mundo. Él, que no conoce la función de las redes sociales, había conseguido que miles de personas salieran de sus casas, sus cárceles cibernéticas, para congregarse en ese estadio de fútbol, abandonado hacía casi medio siglo.

Él era quien estaba a punto de convertirse en la persona más famosa del mundo con un simple gesto.

Hizo desplazar la pluma con estilo, con buen juego de muñeca, hasta que hubo escrito una frase que fue aplaudida con euforia por miles de manos clamorosas y ojos incrédulos a lo que leían: “Soy el único”.

Él era la última persona en todo el mundo que recordaba como se escribía a mano.