Amigos enganchados:

divendres, 25 de març del 2011

Cuando se acaba la magia.

La casa se inundó de un olor a arroz con curry. No pude contenerme y me adentré a la cocina para espiar a mi padre. Allí estaba él frente a una hilera de hornillas que escupían su fuego temeroso. Blandía una sartén de un lado al otro, sujetándola con un trapo enrollado en el mango. Con la otra mano removía sin cesar.

–¡A ver si prestáis más atención que casi se pega esto! –vociferó a los dos cocineros que tenía como ayudantes.

Bajó un poco el fuego. Rellenó la sartén con un poco más de caldo, que echó con maestría con la ayuda de un cucharón. Y lo dejó allí, al reposo, esperando que el calor hiciera evaporar el líquido del caldo y los aromas quedaran repartidos por todos los granos arroz.

Yo era muy pequeño, entonces. Ese día me aposté al lado de la mesa de mi padre, que le hacía las funciones de despacho. A mis siete años ya era tan alto como aquella mesa. Lo único que me molestaba en ese momento era no poder ver qué hacían en las mesas de trabajo, porque mi vista no alcanzaba más allá del filo del borde. Y no entendía qué estaban haciendo ellos tres, que iban de un lado para el otro con frenesí. Siempre corriendo. Siempre gritando. Hasta que algún plato llegaba a una mesa con luces rojas y mi padre pasaba un corto espacio de tiempo para decorarlo. Entonces entraba mi madre y se lo colocaba sobre el brazo.

–Marchando los segundos de la mesa siete –decía ella a toda velocidad.

–¡Lista la nueve y saliendo! –gritaba mi padre a mi madre, y añadía a los otros dos cocineros –: ¡Marcha vale! ¡Dos solomillos, uno punto, otro punto más punto!

–¡Oído cocina! –gritaban aquellos dos, al unísono.

Y yo allí, apretado contra la esquina que formaba la mesa, siendo testigo de una locura que no entendía.

Mi padre salió disparado hacia los fogones, agarró la sartén del arroz con el trapo y la apartó del fuego. Pasó la nariz por encima y me vio de reojo.

–Acércate, Manel –me dijo sonriendo –. Mira, ¿ves? Ahora le echamos una nuez de mantequilla y… ¡voilà! ¡Toma, prueba!

Y me acercó un tenedor con un poco de aquel arroz. Al metérmelo en la boca y probarlo, con un tacto meloso, sedoso… riquísimo, los ojos se me cerraron por arte de magia y noté como el cuerpo se me revolucionaba al ingerir lo más bueno que había probado en mi corta vida.

Risotto con aroma de curry, cocinado con caldo de ave y leche de coco y adornado con unos pequeños y finos gajos de mango caramelizado –me explicó –. ¿Te gusta?

¿Qué si me gustaba aquello? ¡Era lo mejor que había probado nunca! Mi padre, al ver mi cara de felicidad, me acicaló el pelo con cariño y me guiñó el ojo.

Creo que fue desde ese mismo instante en que quería convertirme en el mejor cocinero del mundo, como lo era mi padre. Así que me planteé estar allí, en mi puesto de vigilancia, al lado de la mesa, y aprender todo lo que pudiera de lo que hacían en aquella cocina.

De vez en cuando venían amigos suyos y se vestían como él. Debían ser cocineros también. Probaban de hacer cosas nuevas y no dejaban de hablar en un idioma que no entendía mucho.

–¿Pero qué es lo que buscas aquí, Fernando? –le preguntó uno de ellos, una vez.

–Intento extraerle todo el aroma posible –contestaba mi padre –, para poder reafirmar el sabor umami del propio producto.

–¿Has probado con un poco de regaliz molida?

–Tiene un aroma característico y hay gente que lo rechaza. Quizá si probara de confitar un poco de tomate…

–Pero se te va a cocinar igual. Si has de mantenerlo por debajo de los noventa grados… piensa en la reacción.

–¿Y al vacío?

–Pero a ver… ¿Qué es lo que quieres conseguir realmente con ese tomate?

–Pues que tenga una textura melosa pero no pierda el aroma a fresco.

–¿Por qué no lo haces puré y lo amalgamas con alginato?

Y yo allí, viendo a mi padre y tres amigos más hablando en chino. “Alginato”, “textura”, “amalgama”, “umami”…

Ese fue el segundo día que tomé una gran decisión y empecé a pedirle a mi padre que me dejara sus libros de cocina.

–Ten cuidado con ellos, Manel –me avisaba una y otra vez –. Son libros muy caros y muy complicados de comprender.

       Todas las noches me iba a dormir con uno de sus libros en la cama. Aprender… no aprendía mucho. Pero al menos empecé a relacionar las palabras que se decían entre ellos con las fotos y los dibujos de esos libros.

Con el paso de tiempo, cuando mis brazos ya alcanzaban por encima de las mesas de trabajo, ayudaba a mi padre a pelar las cebollas y los ajos para hacer los sofritos del turno de la noche. A la tercera cebolla yo ya era un mar de lágrimas mientras mi padre se reía al verme así.

–Ay… Manel… la de miles de kilos que tuve que pelar yo antes de que mis ojos derramaran la última lágrima…

Y lloraba yo, sí, aparte de por las cebollas, también de emoción al ver que crecía al lado de mi padre mientras me enseñaba el mejor de los juegos convertido en arte. Y más me gustaba cuando veía, a través de la puerta que daba al comedor, a las personas que venían a comer al restaurante de casa y que salían de allí con una sonrisa en sus caras. La gente era feliz. Yo era feliz. Y mi  padre era el creador de esa felicidad.

–El secreto, Manel –me decía muchas veces –. Es hacer las cosas con el corazón. Con todo el cariño posible.

Con el mismo cariño que mi padre limpiaba a mano, trataba y guardaba sus cuchillos en el maletín. Y éste lo guardaba en un armario bajo llave. Mi fantasía me llevó a pensar que esos cuchillos eran mágicos, como la varita de un gran mago.

–Papá, ¿por qué cuidas tanto esos cuchillos? –le pregunté una tarde –. ¿Qué son mágicos?

–¡No! –gritó en una carcajada –.Verás, hijo. Estos cuchillos me los regaló mi maestro. Son unos cuchillos que me han acompañado a lo largo de estos años y los cuido como si fueran parte de mí. Con ellos es con lo que nos ganamos el pan en esta casa. Y les tengo muchísimo cariño. ¿Lo entiendes?

–Pero si sólo son unos cuchillos, papá. Tenemos muchos en aquellos cajones.

–Sí, Manel. Pero éstos sólo los puedo tocar yo, porque se han acostumbrado a mis manos. Si los tocara otra persona se estropearían y ya no harían la magia que hacen conmigo.

Eran mágicos, como pensé en aquel momento. Así que, esa misma tarde, mientras mi padre acompañó a los otros dos cocineros al almacén, me subí a una silla y cogí uno de aquellos cuchillos. Pesaba mucho. Era enorme. Podía verme reflejado en su hoja. Me sentía poderoso con él en mis manos. Empecé a imitar los gestos que hacía mi padre cuando cortaba la verdura sobre la tabla de madera. Lo blandí en el aire como si fuera una varita, aunque de allí no salía nada mágico. Hasta que entró mi padre y me encontró de rodillas en la mesa de trabajo con su cuchillo en mis manos.

–¡Manel! –gritó escandalizado, como nunca lo había oído.

Del miedo, el cuchillo se me resbaló de las manos y cayó con la punta contra el suelo. El choque provocó una fisura en mitad de la hoja que la partió en dos. Y aquello fue lo que consiguió volver a hacer brotar las lágrimas de los ojos resecos de mi padre. Se agachó a recoger los dos trozos y los miraba con tristeza. Los otros dos cocineros se quedaron mudos al verlo. Los guardó en el maletín, extrajo uno de los muchos que había en los cajones y continuó su tarea, en silencio. Los otros hicieron lo mismo.

Y el silencio fue sepulcral durante tiempo. Durante mucho tiempo. Hasta que un día visité a mis padres, al cabo de los años. Entré en la cocina y allí estaba él cortando kilos y kilos de cebollas, sin derramar una sola lágrima. Me acerqué a su lado y dejé sobre la mesa dos juegos de cuchillos; uno de ellos llevaba un papel enganchado con su nombre. No me dijo nada. Se limitó a abrirlo y a coger uno de los cuchillos. Lo alzó y vio su nombre grabado en todo lo largo de la hoja, acompañado de una simple frase: “Lo sentiré toda mi vida”.

No hubo ninguna reacción.

Cogió el viejo y continuó pelando cebollas.

Yo me coloqué mi juego de cuchillos bajo el brazo y me fui de allí en silencio.


P.D.: Esta historia bien podría haber sido basada en hechos reales.
P.D.2: Con el tiempo, yo también logré mi propio juego de cuchillos:




9 comentaris:

Roc ha dit...

Pues si, me has abierto el apetito, aunque el arroz con curry no me gusta.
Parece que has tenido toda tu vida el oficio de cocinero ¿A lo mejor es así y tu familia de dedica a la repostería? Desde luego es uno de los relatos más redondo que te he leido. Creo que es debido a que sabes bien de lo que hablas o te has puesto al día antes de escribirlo.
Un sobresaliente para ti Hell.

Jara ha dit...

por un momento he creido estar dentro del relato y he sido ese niño. Se nota que sabes de lo que hablas y me gusta. mucho.

pd: plato recibido

un placer loco

Pugliesino ha dit...

Me he emocionado con, en y durante todo el relato Hell, recordando como correteaba por la cocina del restaurante de mi abuelo, esa mesa que precisamente llamaba el despacho, los fogones en el centro del que colgaba una gran reja donde los platos aguardaban al vapor su salida, contemplando las burbujas de las marmitas que cocinaban a fuego lento, y esas planchas sobre las que ya solo con acercar la mano me achicharraba y él pasaba los paños sobre ellas sin inmutarse y alaaa un poco de aceite una pizca de sal y nuevas comandas que iban haciéndose.
Y que decir de la velocidad con la que un cuchillo hacía picadillos mientras sus dedos seguían intactos pegados a la mano :)
Maravilloso relato, con los ingredientes justos, donde cabe tan solo sumergerse un poco sobre una cuchara de madera y paladear su sabor a tiempo ni poco ni muy hecho, sencillamente en su punto entrañable.

¿Sabes? Recuerdo una frase en donde un cocinero le decía a su nieto que la palabra gastronomía contenía astronomía, y la cocina era como una galaxia donde todo giraba en torno en armonioso frenesí.

Ainns esos comedores llenos en hora punta :) Oído cocina!

Un abrazo!

Jan Lorenzo ha dit...

Joooo, al final hasta me has emocionado... Una pena que no pueda perdonarle por una chiquillada que hizo sin querer.

Se nota que todo lo que tiene que ver con la cocina lo llevas muy dentro, porque nos lo haces sentir a los demás. Me ha gustado imaginarte como ese niño que se estiraba para poder ver por encima de aquella mesa.

Petons de tots els sabors i abraçades de tots els colors.

P.S. M'ha agradat el teu comentari. I m'alegra que t'agradi el que vaig escrivint ara. Feia un any que no publicava en el relat, però no havia deixat d'escriure, potser aquesta sigui l'evolució dels meus relats :)

atenea ha dit...

Me ha gustado mucho, mucho, mucho. Porque haces que veamos a ese niño queriendo aprender de su padre y, a través de sus palabras, descubrimos una historia preciosa. No me falta ni me sobra nada, te ha quedado redondo :)

En cuanto a tu comentario en mi blog, se agradece la opinión :) Lo cierto es que la idea original era cerrar la historia, pero luego lo dejé así porque nada de lo que se me ocurría me parecía un buen final. A ver qué hago la semana que viene... jeje

Besos!!

wannea ha dit...

Pedazo de historia niño, me he metido de lleno en ella y he disfrutado, he sufrido, he tenido miedo y he sentido todo lo que sentía ese niño... muy buena :)

bessos!

El mundo de Yas (Andrés) ha dit...

Sin duda Hell esta es una gran historía que te vincula absolutamente, solo espero que seas tan gran cocinero como escritor, a ver para cuando una paellita que ya estás tardando... jejeje...

Abrazotes amigo.
Mundoyas.

P.d. Sigue corrigiendome lo que quieras, así aprendo más. Mis errores gramaticales son errores que puedo buscar y ver gracias a ti, porque yo solo ver lo que se dice ver, veo poquito, jejeje.

Rebeca Gonzalo ha dit...

Ahora comprendo lo del enlace en el pie de los posts para comentarte; lo de la imagen de la cabecera y otras muchas cosillas. Seguro que tu padre es muy especial. Me encantaría saber cocinar: soy un gran desastre.

El relato grandioso, muy detallado y se percibe en él el cariño que sientes por el arte culinario y por tu padre. ¡Enhorabuena!

Shaylee ha dit...

Me gusta muchísimo.... que pena que el padre sea incapaz de perdonar la travesura de un niño que solo quería ser como el.....