Amigos enganchados:

dilluns, 19 de desembre del 2011

CC70 - El swing de los cristales rotos.



Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción que podría tocarla sin tener que escucharla; sin perder el ritmo, nota tras nota, con “solo” incluido.

Eastern Standard Time.

A Ian le venía a la mente la imagen del gran Don Drummond haciendo deslizar las varas con suavidad; los labios apretados contra una embocadura que los ocultaba casi por completo; ambos lados de la cara inflados y los ojos cerrados, mostrando al público que lo que hacía sonar a través del pabellón dorado, en realidad, le salía del interior del alma. Notas graves y cálidas, envolventes.

Terminó de pulir una de las partes rígidas de su propio trombón y lo encajó en las hendiduras que la funda rígida guardaba para dicha pieza. Limpió la embocadura meticulosamente con una solución de agua y elixir bucal. La secó a conciencia y la introdujo en su lugar  correspondiente. Cerró la funda y la colocó de pie junto a otra, idéntica.

Miró el reloj de su muñeca. Faltaba media hora para que diera lugar el comienzo del concierto inaugural del año nuevo. Colocó el iPod en el altavoz vertical y buscó algo relajante para su momento de meditación. África, de Rico Rodríguez. Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y apoyó las manos sobre su regazo, entrelazadas. Cerró los ojos y dejó que su mente se concentrara en la música, respirando lentamente, utilizando de medidor cada compás del tema. Notó que su mente viajaba a través de la respiración, adentrándose en cada músculo, en cada nervio. En cada latido de su corazón. Cuando la canción hubo terminado inhaló una fuerte bocanada de aire a través de la nariz, llegando éste hasta el final de su estómago. Contó hasta diez y dejó salir ese aire lentamente a través de los labios, apenas abiertos. Abrió los ojos y sonrió. Se levantó lentamente, sin brusquedad en sus movimientos, grácil. Se colocó el esmoquin negro y se miró en el espejo. Estaba perfecto. El pelo bien alisado hacia atrás y la barba perfectamente recortada. Se cercioró que el pase estuviera aún en el bolsillo interior del abrigo. Enfundó su cuerpo en el abrigo, se colocó una bufanda blanca bien prieta alrededor del cuello y la boina negra con la visera algo levantada. Cogió la funda del instrumento y se la colgó del hombro. Echó un último vistazo al piso antes de cerrar la puerta y dar dos vueltas a la llave.

El frío que subía por el hueco de la escalera presagiaba que el trayecto por las Ramblas sería rápido. Y no se equivocó en su predicción. Las aceras estaban repletas de gentes ataviadas con abrigos, gorros y guantes. El vaho se escapaba por entre el tejido de punto de las bufandas que tapaban parte del rostro de los turistas que habían decidido cambiar de año en la Ciudad Condal. A media altura de las Ramblas, en la acera contraria, un tumulto de personas guardaban su momento en una cola que terminaba en las puertas del Liceu, aún cerradas al público.  Se acercó al puesto de flores más próximo a las puertas del teatro y echó un rápido vistazo a todos los rostros congestionados por el frío del primer día del año. Una vez terminado el reconocimiento, cruzó la calle y se adentró en el callejón anexo al teatro, por donde debían entrar los artistas y músicos. El vigilante de la puerta se cruzó en su camino.

—El pase, por favor.

Lo sacó lentamente del bolsillo y se lo mostró con una sonrisa afable.

—¿Sabe que llega usted tarde?

—Sí, lo sé —contestó, guardándose el pase —. Me he entretenido comiendo, con la familia. Ya sabe.

El vigilante dio un paso a la derecha y dejó pasar al músico.

Unas escaleras oscuras accedían al segundo nivel. Allí, mediante un entramado de pasillos inundados de puertas abiertas y cerradas, se deslizó hasta el final del pasillo principal, donde unas segundas escaleras daban acceso al tercer nivel, y seguidamente, sin abandonar las mismas, hasta el cuarto y último. Allí, un pasillo estrecho era interrumpido por una puerta metálica. Por suerte, al accionar la manivela, estaba abierta, como él había planeado. Y allí dentro, la oscuridad dio paso a un tenue resplandor que le permitió zigzaguear toda una suerte de cables y cuerdas dispersadas por el suelo. En mitad del pasillo se encontraba la pasarela donde tenía que ubicarse.

Respiró hondo y comenzó a tararear mentalmente un tema algo más rápido que el último escuchado —Latin Goes Ska, de Skatalites—, dejando a un lado la funda del instrumento, quitándose el abrigo, la bufanda y la gorra. Estiró la funda en el suelo, hizo saltar los pestillos y la abrió. De allí extrajo una bolsa con un bote de polvos de talco, otro de espuma de afeitar y una cuchilla. Se quitó la americana y recogió las mangas de su camisa blanca y pulcra.

Dos pisos más abajo, la gente aplaudía la entrada de los músicos al escenario. Tras un minuto de silencio, las primeras notas dieron por comenzado el concierto de año nuevo.

Una vez bien afeitado, se pasó los polvos de talco por toda la cara y se acabó de limpiar con la bufanda blanca. Guardó todos los enseres en la bolsa de plástico y la dejó al lado de la americana.

Más aplausos. El segundo tema estaba a punto de dar comienzo.

Con tranquilidad, caminó a lo largo de la pasarela hasta el otro extremo. En aquella zona, el techo se pronunciaba hacia la parte más baja, parecido a la buhardilla de su casa de campo. Empezó a contar los tablones desde la parte más próxima a la pared. Dio un golpe al séptimo tablón y éste cedió hacia el interior. Extrajo una bolsa hermética y desanduvo sus pasos por la pasarela. Se desnudó. El esmoquin fue reemplazado por un traje de electricista con el logotipo del teatro cosido en el bolsillo delantero del mono. En la bolsa guardó el traje, bien doblado y la americana. La cubrió con el abrigo y volvió a cruzar la pasarela para dejarlo en su lugar y volver a colocar el tablón. Ahora se sentía más ligero.

El sonido eufórico de la sección de trombones le avisó que el tema estaba a punto de terminar. Entraría entonces el tercer tema, el elegido por él. Lo conocía a la perfección.

Le quedaba medio minuto antes de acabar la segunda pieza. Cruzó lentamente la pasarela y se inclinó sobre la funda. Se colocó los guantes blancos de músico y con tres simples movimientos tuvo insertado el cañón en el cuerpo de titanio, el silenciador colocado y el visor óptico en posición. Hizo una última comprobación de la correcta calibración del visor.

El segundo tema había finalizado. Tras los aplausos, el contrabajo empezó a emitir las notas de la tercera pieza. Era el momento.

En el lugar donde iría colocada la embocadura del trombón había una simple bala. Larga, ligera, plateada y brillante. La cogió con suavidad y la introdujo por la hendidura practicada en el cuerpo del arma.

El chasquido de los platos dio paso al resto de instrumentos, esta vez más acelerados, a ritmo de swing.

Con la misma frialdad que serenidad, avanzó a través de la pasarela hasta situarse en mitad de ésta, se estiró y colocó el cañón sobre una de las barras de protección. A través de los focos, en el centro del visor,  pudo ver el rostro alegre y sonrojado de su víctima disfrutando de los compases de la música versioneada de Duke Ellington. El tema escogido: Anatomía de un asesinato. Muy acorde entre los acordes. Al lado de su víctima estaba sentada su cliente, la mujer del futuro cadáver. En ese momento le pasó por la cabeza qué sería mejor, si utilizar esa bala para terminar con la vida de un miserable hombre de negocios que maltrataba a su mujer, que la tenía enclaustrada en una vida de dinero manchado de sangre y negocios sucios, de vicios sexuales que ella no era capaz de satisfacer, que la hija de ambos tuvo que aprender para que su madre no sufriera cada vez que él llegaba nervioso e insatisfecho a casa. O, por el contrario, la bala fuera hacia ella, una mujer que supo desde un principio donde se metía, que tanto ella como su hija conocían al dedillo la clase de persona con la que iba a casarse y que, aun aguantando todo lo que debían aguantar, la póliza del seguro de vida de su marido las convertiría en una de las viudas y huérfanas más ricas de Barcelona.

Todo era tan ruin, tan asquerosamente sarcástico que, por primera vez en toda su carrera, no estaba seguro de a quién ajusticiar, sin importarle apenas la gran suma de dinero que iba a ganar.

El tema iba sonando, con subidas y bajadas de intensidad, con cambios de ritmo y partes donde el instrumento elegido haría de su solo una obra de arte. Mientras, él, iba alternando el visor entre las cejas pobladas y canas del hombre y la frente lisa, plácida y segura de la mujer.

Faltaba menos de un minuto para el chasquido final de los platos y le pasó por la mente toda su actividad laboral desde que entró en el frío y oscuro mundo de los justicieros. Respiró hondo y meditó. Él no era quién para plantear o discutir las órdenes indicadas por el color del dinero de quien le pagaba.

3…

Cerró los ojos, inmóvil.

2…

La fuerza de la música iba en aumento y su dedo se deslizaba suavemente por el frío del gatillo.

1…

El músico de los platillos respiró hondo mientras abría los brazos y cerraba los ojos, a punto de quebrar con su sonido toda la platea del centenario teatro.

¡Chás!

Primero aplausos eufóricos. La gente en pie sonriente.

Luego un grito.

Otros más se unieron al primero.

Y mientras la confusión se apoderaba del teatro y los músicos corrían despavoridos por el escenario, sobre una silla cayó una funda hermética de trombón de varas.

Al cabo de unos instantes, el técnico electricista abandonaba el edificio junto a sus compañeros de luces y sonido, todos presas de pánico.

10 comentaris:

Jan Lorenzo ha dit...

Un asesino a sueldo que por un momento llega a plantearse si está bien lo que hace y si el objetivo es el correcto, pero sólo durante un momento.

Besines de todos los sabores y abrazos de todos los colores.

Pugliesino ha dit...

Chapeau quillo!

Dentro de poco espero ver un año mas el concierto de año nuevo desde Viena, y en esta ocasión me fijaré en cual será mi victima mientras apunto a la tele :)

Y es que lo narras de tal forma que casi que doy instintivamente un golpe en el suelo cuando lo del tablón. Y algo mas asombroso es la simultaneidad de planos que creé en mi mente entre tu relato y el de Sechat, como si en ese mismo momento el director cayera muerto y en un palco coincidiendo con el último acorde una bala cegara otra vida. Es fantástico! :)

Si ya le comentè de la riqueza del vocabulario respecto a la orquesta debo decirlo aquí también respecto al entorno de un músico, de su quehacer diario. Como si de dos puntos de vista distintos convergieran en el mismo escenario.

Me ha encantado, un abrazo y venga ese culín \=/!

atenea ha dit...

Me ha gustado mucho, nos vas llevando de la mano para que descubramos poco a poco lo que ocurre. ¿Qué os ha dado a Sechat y a ti matando personajes en los conciertos? jajaja

La verdad es que te ha quedado genial, así que sólo puedo decirte que enhorabuena :)

Por otra parte... ¿qué hacéis Carlos y tú mandándoos culines de sidra de esa manera? A ver, ¿a la asturiana nadie le ofrece? jajaja Vaya peligro tenéis vosotros dos...

Besos!!

Sara ha dit...

Final inesperado, sin duda. Excelentemente narrado, impecable técnica y estructura casi poética. Realmente es un swing, un swing de palabras.
Por cierto, el título es, simplemente, perfecto.

Sara ha dit...

Has conseguido narrarlo de una forma tan musical que parecía realmente que presenciábamos un concierto en vez de un asesinato. Desde el principio se intuía que algo grande iba a pasar, pero no sabía qué y, desde luego, para nada me ha decepcionado el desenlace, muy bien encajado todo.

Un saludo!

El mundo de Yas (Andrés) ha dit...

Que bueno tio, me has flipao, pensaba que era un músico loco suicida, pero resulta que era un justiciero. Y al final, no importa ni a quien a a matado. Esta semana te recomiendo, sin duda. Felicidades.

Mundoyás.

Malena ha dit...

Me encanta cuando, en las historias de asesinos, no sabes a quién van a matar hasta el final y el autor te mantiene en vilo, expectante, para ver cuál será su próxima genialidad.


Todo un placer leerte esta semana, artista :)

Emma Grandes ha dit...

Fantástica planificación de un asesinato. No he podido evitar comprar a tu protagonista con Dexter, asesino justiciero por excelencia.

Sin duda, has conseguido meterme dentro del concierto, del trombón, de las cejas pobladas de la víctima... Es perfecto! Enhorabuena y gracias por esta joya que has disparado suavemente hacia nuestra mente ;)

Besitos desde mi mirilla! :)

Rebeca Gonzalo ha dit...

Grandes novelistas como el renombrado Henning Mankell tendrían mucho que aprender de cómo contar una buena historia y mantener la tensión de principio a fin.

¡Genial!

P.D.: por cierto, la única forma que he tenido de poder acceder a este relato tuyo, ha sido desde el enlace que pusiste en El Cuentacuentos ???

Jara ha dit...

pequeño, me encantan estas historias tuyas, lo sabes verdad?

he tardado en pasar pero aquí estoy. ya sólo el escenario me ha ganado, y la historia en sí, chapó.

un beso capullín