—No estoy en
peligro. Yo soy el peligro —Jules la miró a los ojos. Unos ojos cargados de
rabia. Unos ojos que no dejaban escapar ni un atisbo de miedo aunque el cañón
le apuntara directamente a la frente—. Y tú no eres más que un trozo de carne
con sentimientos erróneos a quien voy a redimir de sus pecados.
El dedo firme
del Padre Jules accionó el gatillo con la misma rapidez que parpadeó la chica;
con la misma velocidad con la que penetró el proyectil entre sus ojos, sin
haberle dejado el tiempo suficiente para abrirlos. La cabeza soltó un fuerte
latigazo hacia atrás, desencajándole la mandíbula por el brutal empuje. Cayó a
plomo sobre los cartones que cubrían ese pedazo de calle maldita. Maldita, como
la ciudad que el Padre Jules había heredado para cuidarla y protegerla del Mal
que afloraba de las profundidades, a través de sus cloacas.
La sotana
revoloteó en el aire como unas alas negras, perdiéndose velozmente en la
oscuridad. Y en aquel lugar no quedaba más que la podredumbre de un callejón
hostil y nauseabundo, y un cuerpo sin vida, ajusticiado por sus pecados.
Una ventana
abierta en lo alto del edificio. Las escaleras de incendio que traqueteaban por
todo su férreo esqueleto cuando las pisadas rápidas ascendían vertiginosamente.
Y esa ventana, la última del gran bloque, se cerró con suavidad cuando la
sombra oscura penetró por ella. En su interior, la sombra se confundía en la
penumbra, y avanzaba a través de la oscuridad, doblando por el pasillo sin
detenerse, hasta llegar a una habitación.
Una percha
vacía, un espejo, y una débil bombilla tintineante le daba la bienvenida. La
percha fue ocupada por una sotana llena de sangre y pecado. Y ante el espejo,
el cuerpo desnudo del Padre Jules era reflejado, mostrando cicatrices abiertas
y cerradas; algunas sangrantes todavía, y que pronto acompañarían a las
provocadas por la liturgia encomendada al Señor. Se arrodilló, dejando caer su
cuerpo, clavándolo en el suelo, y agarró un pequeño látigo de cuero que le
esperaba, con sangre reseca en sus puntas, en un lateral.
—Perdóname
Señor por haber mentido, acusado y matado a esas treinta y siete almas
—latigazo—. Almas que habían sido poseídas por nuestro peor enemigo aquí en la
tierra —latigazo—. Almas por las que no he rezado ni he dado sepultura como
buenos cristianos —latigazo—. ¡Pero es que no lo eran!
Y uno tras
otro, los latigazos se fueron solapando en su espalda, reabriendo viejos surcos
—tantos como almas había liberado del infierno terrenal—, haciendo brotar la
sangre coagulada que los iba sellando día tras día, hasta llegar al final de
los latigazos —tantos como almas había liberado a lo largo del día—, dejando un
reguero rojizo que caía lentamente por sus nalgas hasta quedar impregnadas en
la moqueta, formando un círculo húmedo y viscoso que se agrandaba en cada azote.
Mientras, susurraba en latín el canto de cada noche, ensalmando las nonas que
le llevarían al descanso mundano y lo prepararían para el día siguiente, pues
sus parroquianos más adeptos querrían escuchar su misa diaria.
1 comentari:
Aun retumban en la cavidad del momento el eco del látigo, que, inutilmente, trata de apagar el sonido de los disparos.
"Parece buena persona" todos los asesinos perfectos dan esa impresión, pero la emoción no está en saber cuando le llegará su hora, sino en cuando cometerá ese fallo que le descubra.
Lo que si está perfecto es el relato.
Un abrazo!
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