Era el arcoíris más bonito que había
visto nunca. Sus colores iban apareciendo lentamente mientras nosotros nos
guarecíamos de la lluvia, bajo las hojas de platanero que hacía las veces de
tejado. El resto de mujeres de la comunidad se asomaba por los agujeros de las
cabañas para disfrutar del espectáculo.
Gozábamos del privilegio de haber
construido el poblado en lo alto de aquellos largos árboles, que nos protegían
del ataque animal —peligroso en aquella selva—, y de cualquier otra tribu que
trashumara por su condición nómada por nuestro territorio. Gracias a esas
precauciones, y a la circunstancia en la que vivíamos, conseguimos formar una
verdadera comunidad de “hombres pájaro”; y aprendimos a utilizar las lianas con
soltura, pues nos eran útiles para desplazarnos entre los hogares de las
diferentes familias, permitiéndonos bajar y subir de las chozas por un simple y
logrado sistema de poleas.
La desgracia nos sobrevino cuando uno de
esos días calmos, desasosegados para la tribu, se vio truncado por el
imprevisto más peligroso al que podíamos temer. Esa mañana se presentaba
provechosa para toda la comunidad, donde la prerrogativa de descender hasta la
planicie y disponer del tiempo suficiente para abastecer al clan de carne, fue
el regalo masivo del que se nos hizo partícipes a todos los varones, bajo la
invulnerable orden de nuestro jerarca. Los rayos del sol incidían por entre los
árboles, penetrando por la vertiginosa altura hasta lograr que su luz se
proyectara sobre el follaje del suelo.
Estábamos todos prestos con nuestras
lanzas, estilando las formas primitivas de la caza ancestral de nuestro pueblo,
las cuales se concentraban en esperar a que la presa se acercara, sirviéndose
el propio cuerpo del cazador como señuelo. Las primeras gotas de lluvia
llegaron sin avisar, pues el cielo estaba diáfano, sucumbiendo en un torrencial
aluvión que nos atrapó imprevistos. Las fieras se acercaron cuando la humedad
transportó por el aire nuestro olor corporal. Tantas eran las bestias que no
dábamos abasto, siendo muy inferiores en número y lanzas. Cuando el jerarca nos
dio la orden de abandonar la cacería, nos vimos atrapados en el suelo del
bosque, pues las lianas rezumaban su viscosidad mezclada con el agua caída,
impidiéndonos escapar trepando por ellas. El miedo me hizo trepar por el árbol
más cercano, lastimándome el cuerpo al rozar contra su corteza basta y rugosa.
Mientras ascendía pude escuchar los gritos de pánico cuando los animales daban
caza a mis congéneres.
Cuando alcancé la choza más cercana me
sentí protegido, aunque sabía que el resto quedaban abajo, luchando contra las
fieras, perdiendo sus vidas. No pude más que llorar en silencio, rezando a los
Dioses por su descanso en paz. Al dar la noticia, las viudas más mayores me
miraron con indiferencia, pues a lo largo de nuestra historia se habían vivido
pasajes similares con el mismo resultado. Las más jóvenes me acompañaron en el
llanto.
Y todos así, con los ojos inundados en
lágrimas, guareciéndonos bajo las hojas de los plataneros que nos protegían de
la malvada y mortífera lluvia, veíamos resurgir ese precioso arcoíris al que
honramos en memoria de nuestros muertos.
1 comentari:
Nunca llueve a gusto de todos :)
Desde la altura de la lectura veía, a salvo, la carnicería que tenía lugar, la enésima vez en que la naturaleza vence al ser humano, por mas pájaro que sea, el instinto de supervivencia de éste, y como evoluciona y se adapta ante cualquier adversidad.
Y sobre todo como sigue haciendo magia al escribir.
\=/ Un abrazo!
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